
Transcurrió en una de esas asquerosas mañanas de mayo. Me encontraba ya sentada en el asiento del metro a cuatro paradas de mi destino, con la mochila ocupando el sillín del acompañante, para evitar, de este modo, cualquier tipo de acercamiento hacia mi persona. Subió entonces él, el típico sesentón con aires bohemios, sombrero y expresión inocente. Dirigiéndose a mí de este modo:
- Pequeña, ¿está ocupado este asiento?
-No- respondí secamente con una cara que contradecía mi respuesta.
-Cuando me da por pensar de noche en mis defectos me quedo dormido inmediatamente- comentó como quien empieza la típica conversación de extraños que únicamente tienen en común el espacio y tiempo elegido para utilizar el transporte público.
No hubo ninguna palabra más en el corto trayecto que recorrimos, pero, si algún día nuestros caminos vuelven a encontrarse, jamás sabrá el tiempo que demoró dicha frase en mi mente. Eso sí, desde entonces, siempre llevo sombrero.